Durante estos días, estamos siendo testigos de como se destruye una parte muy importante de la historia del mundo, del patrimonio de la humanidad. Como no sería capaz de expresarlo mejor que Baltasar Garzón y Dolores Delgado, reproduzco su artículo de opinión publicado en El País del pasado 4 de Marzo.
La provocación del Estado Islámico (EI) a la conciencia de la humanidad es constante. Pretenden destruir todo aquello que conforma la civilización. Los valores y principios inherentes al ser humano y ahora también nuestro patrimonio cultural e histórico. Los cimientos de nuestra civilización. Se trata de la destrucción de legendarias obras que atestiguan nuestra historia: los restos artísticos de las civilizaciones asirias y sumerias. Las imágenes de una horda de bárbaros arramplando con obras del museo y la biblioteca de Mosul, al norte de Irak, bajo control del EI desde junio del año pasado, lo dicen todo.
A la realidad de los degollamientos, asesinatos masivos contra la etnia Al-Sheitaat, la venta de 300 mujeres yazidíes a sus militantes, toma de territorios, recursos naturales y la captura de jóvenes occidentales, el EI añade la necesidad de destruir la historia como una provocación más a Occidente. Como si de una conquista se tratase. Para ello, caen en la confusión más destructiva de idolatría por arte e historia. Hace cientos de años, cuando un toro alado sumerio dejó de encerrar para ningún creyente la evocación de un dios, aquella estatua dejó de ser imagen e idolatría para hacerse arte, pasado y patrimonio común de todos, al que no podemos poner precio. Pero aunque siguieran atrayendo la fe de un solo individuo, sería ilegítimo reducirlo a polvo. La idolatría está mucho más conectada con el creyente que con el objeto.
Por desgracia, no es nada nuevo. El máximo exponente de la ignorancia es destruir lo que no se entiende, transformándolo en violencia y brutalidad. En nuestra memoria quedan los bombardeos talibanes contra los colosales Budas de Bamiyán en Afganistán, que trataron de asesinar la memoria de la milenaria expansión del budismo a través de la Ruta de la Seda. Fue el mismo destino que sufrieron cientos de santuarios y pagodas camboyanas con el paso destructor de los Jemeres Rojos que, si bien respetaron los templos de Angkor como fuente de orgullo nacional, procuraron borrar gran parte de la identidad camboyana. Sin embargo, las legendarias llanuras de Mesopotamia han resultado especialmente damnificadas por los ladrones de tesoros, saqueos de archivos y sustracciones de piezas arqueológicas. La guerra del Golfo, la subsiguiente guerra de Irak y ahora la locura descontrolada de los militantes del EI se empecinan en borrar todo vestigio del pasado.
Lo que debe tener claro la comunidad internacional es que con cada martillazo y cada golpe de taladro se está cometiendo un delito de trascendencia internacional perseguible universalmente. La jurisdicción universal también es aplicable en estos casos. Se trata de un compromiso expreso asumido por 126 países a través de la Convención de La Haya para la Protección de los Bienes Culturales en caso de conflicto armado. Este tratado fue aprobado el 14 de mayo de 1954 y lo ratificaron o se adhirieron un total de 126 Estados, entre ellos España y el propio Irak.
La jurisdicción universal, que permite a los tribunales nacionales investigar y juzgar ciertos crímenes sin atender a ningún tipo de conexión, ni el territorio donde se cometió ni la nacionalidad de víctimas o perpetradores, viene claramente contemplada en el artículo 28 de dicha Convención:
“Las Altas Partes Contratantes se comprometen a tomar, dentro del marco de su sistema de derecho penal, todas las medidas necesarias para descubrir y castigar con sanciones penales o disciplinarias a las personas, cualquiera que sea su nacionalidad, que hubieren cometido u ordenado que se cometiera una infracción de la presente Convención”.
Si las estatuas y resto de piezas del museo son bienes culturales de la humanidad tal y como confirma la UNESCO, y la Convención es de aplicación tanto en conflictos internacionales como internos, el compromiso de todos los Estados para perseguir y castigar a los perpetradores —sin que importe qué nacionalidad tengan— es irrenunciable.
La Convención fue matizada por dos protocolos. El segundo, aprobado en 1999, aclara algunas de las condiciones para ejercer la jurisdicción universal. Especifica cuáles son las violaciones graves, entre ellas, las destrucciones importantes en bienes culturales protegidos (como es el caso). También establece la obligación de los Estados de adoptar leyes que extiendan su jurisdicción universal a los casos en que el acusado se encuentre en su territorio. No obstante, Estados Unidos insistió en matizar que este mandato no se haría extensible a aquellos ciudadanos de Estados que no hayan ratificado el segundo protocolo. Desafortunadamente, Irak no lo ha hecho aún.
Ahora bien, si la lectura global de la Convención con sus protocolos no establece una obligación de perseguir universalmente, sí que deja la puerta abierta a que los Estados la apliquen voluntariamente. Y es que el protocolo segundo señala claramente que no se excluye el ejercicio de la jurisdicción basada en el derecho interno o el derecho internacional.
España ha decidido limitar sus competencias para perseguir crímenes internacionales y eso facilita la impunidad de estos actos de vandalismo internacional, a pesar de la ratificación de la Convención. Solo la interpretación pro actione propuesta por el Tribunal Constitucional en 2005 haría que esta inercia cambie de rumbo. La jurisdicción universal se presenta, una vez más, como una herramienta necesaria para luchar contra la impunidad, en este caso para combatir a aquellos que indiscriminadamente desean borrar nuestra historia y raíces para imponer una tabla rasa a su medida: la del integrismo, la tiranía, la violencia y la intolerancia.
Baltasar Garzón es jurista y Dolores Delgado es fiscal.
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