Javier Martín, el autor de Suníes y Chíies y Estado Islámico. Geopolítica del caos , escribió el pasado 12 de Abril este artículo en El País. ¿Qué es el salafismo? ¿el Wahabismo? ¿Han acentuado las primaveras árabes las creencias religiosas? Os recomiendo su lectura.
En 1979, un ladino ayatolá Rujolá Jomeini aprovechó el descontento popular hacia la dictadura del último sah de Persia, Mohamad Reza Pahlevi, para alterar los equilibrios estratégicos de la Guerra Fría y trocar la historia de Oriente Próximo. En aquellos tiempos de telones de acero y películas de espías, el socialismo árabe y las monarquías coloniales habían dejado paso a una sucesión de tiranías militares —Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Siria, Irak— y viejas autocracias musulmanas —Arabia Saudí, Marruecos, incluso Jordania— que habían asfixiado cualquier tipo de oposición, especialmente si su naturaleza era islamista o salafista. Asido al populismo, Jomeini resucitó un conflicto político surgido tras la muerte de Mahoma —convertido siglos después en una disputa doctrinal— y lo transformó en una nueva batalla por la supremacía en el islam.
Cuatro décadas después, Irán —único país chií del
planeta— y Arabia Saudí —principal reino suní— dirimen una contienda política
que en los últimos años ha devenido en una cruenta guerra confesional de
amplios y variados frentes. El islam se escindió en dos corrientes tras el
deceso del Profeta, que no designó sucesor. Aquellos que consideraban que el
liderazgo del protoestado debía corresponder a sus compañeros más cercanos son
identificados hoy como los suníes; quienes respaldaban las pretensiones de Alí
ibn Talib, yerno y primo del Enviado de Alá, se conocen como chiíes. En el año
661, un jariyí [disidente chií] decapitó a Alí en la mezquita de la ciudad de
Kufa (Irak). Diecinueve años después, los suníes borraron gran parte de la
estirpe de Alí en la batalla de Kerbala (Irak). Desde entonces, los chiíes se
han quebrado en tres brazos y los suníes han disfrutado —hasta 1924— del
califato, divididos en cuatro escuelas de pensamiento, huérfanos desde entonces
todos ellos de una referencia única —ni política, ni religiosa— para los más de
1.200 millones de fieles (en torno al 85% suníes) que avanzado el siglo
profesan la última de las tres religiones monoteístas.
Derrocado el sah —gendarme de EE UU en Oriente
Próximo desde el fin de la II Guerra Mundial—, Occidente descargó el peso de su
geoestrategia política sobre Arabia Saudí, pese a que en el reino del desierto
impera el wahabismo, una interpretación literalista y casi herética del islam
suní de la que se nutren la mayoría de los movimientos radicales islámicos del
mundo (como Al Qaeda) y que comparte características con el actual Estado
Islámico. Y aisló a Irán, transformado en el enemigo y en el paria de la
región. Una relación interesada sostenida en las vastas reservas saudíes de
crudo, que durante años han servido de venda en los ojos de Occidente frente al
papel de Riad en el surgimiento del yihadismo y sus sistemáticas violaciones de
derechos humanos.
En 2011,
preocupado por el repunte de la violencia en Irak y el brote de las después
fallidas primaveras árabes, Barack Obama tomó una
decisión tan polémica como histórica. Arrinconó tres décadas de animadversión
recíproca y autorizó negociaciones secretas con Irán. El presidente
norteamericano asumía así un análisis que había sido desechado durante años por
su predecesor: que cualquier solución a los conflictos de Oriente Próximo
—incluido el palestino-israelí— demanda la presencia de los ayatolás en la mesa
de los comensales. Irán sostiene el Gobierno chií en Irak; influye en el régimen dictatorial de Bachar el Asad;
mantiene estrechos vínculos con el movimiento chií libanés Hezbolá y financia
desde su origen al movimiento palestino Hamás (aunque este sea suní). Además,
es el principal sostén de los grupos Huthi en Yemen en su lucha contra el
Gobierno suní de Saná, vasallo de Arabia Saudí. Un Irán que mantiene, además,
rentables relaciones políticas y comerciales con la Rusia de Putin, la Turquía
del suní Erdogan y la China poscomunista.
El diálogo
secreto ha fructificado en un preacuerdo
nuclear que ha irritado por igual a Israel y Arabia Saudí,
durante años extraña pareja de aliados frente a las aspiraciones persas. La
inminencia del acuerdo ha exacerbado las diferentes guerras que Riad y Teherán
libran desde hace decadas a través de sus aliados en la región por la
preeminencia en el islam. Al tiempo que Irán y la comunidad internacional
avanzaban en Lausana (Suiza), comenzó a arreciar de nuevo el largo y enconado conflicto en
Yemen; y la oposición suní en Siria se preparaba para retomar la
lucha contra el dictador proiraní. Solo un grupo ha concitado el rechazo de los
dos rivales: el autoproclamado Estado Islámico, arraigado en el este sirio y
las regiones suníes de Irak. Pero incluso en esto existe una marcada
diferencia: mientras que Riad lo observa como una amenaza a su liderazgo en el
islam suní, el régimen de los ayatolás entiende que es una oportunidad —su
derrota solo es posible con la intervención de Irán— para reclamar la bandera
que le fue arrebatada a los chiíes 14 siglos atrás.
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