viernes, 19 de mayo de 2017

La agricultura en el siglo XXI: Un futuro incierto


Desde hace décadas, la ciencia agrícola se ha centrado en impulsar la producción mediante el desarrollo de nuevas tecnologías, consiguiendo grandes aumentos del rendimiento y menores costes para la agricultura a gran escala. Sin embargo, estos avances han tenido un gran coste medioambiental y además no han resuelto los problemas sociales y económicos de los pobres en los países en desarrollo, que por lo general son los que menos se han beneficiado de este aumento de la producción.
El mundo de hoy en día se caracteriza por el desarrollo desigual, el uso insostenible de los recursos naturales, el agravamiento de los efectos del cambio climático y la persistencia de la pobreza y la malnutrición. La agricultura está íntimamente relacionada con estos problemas, así como con la pérdida de la biodiversidad, el calentamiento global y la disponibilidad de agua. La Evaluación Internacional de las Ciencias y Tecnologías Agrícolas para el Desarrollo (IAASTD en inglés) se centra en la agricultura como proveedora de alimentos, salud, servicios medioambientales y crecimiento económico a la vez que sostenible y socialmente equitativo. Dicha evaluación reconoce la diversidad de los ecosistemas agrícolas y de las condiciones sociales y culturales locales. Ha llegado la hora de replantearse cómo los conocimientos, las ciencias y las tecnologías agrícolas pueden contribuir a un desarrollo más equitativo y sostenible.
La agricultura es una de las bases en las que se sustenta la vida humana y, al menos en su día, la sociedad. Por eso mismo, hay que saber enfrentar estas cuestiones y retos que nos presenta el sector primario en nuestros tiempos.

¿Dónde se encuentra hoy el sector primario? El ejemplo de la PAC

Las variantes climáticas en Europa han provocado una especialización regional que se reducen a tres áreas: Europa central, con extensiones cerealistas y explotaciones ganaderas; noroeste de Europa y cinturón atlántico, con ganadería importante, cereales, patatas y plantas forrajeras; y la Europa mediterránea, con una agricultura de secano y de huerta (regadío) y un auge preocupante de los cultivos bajo plástico.
as analogías existentes vienen marcadas por una historia y cultura comunes en la Europa comunitaria, a lo que hay que añadir que, al estar sometida a una política agraria común (PAC), tiende a homogeneizar las estructuras agrarias de los países miembros. La Europa comunitaria se caracteriza por la escasa población activa en el sector agrícola, situada en torno al 5% de la población activa total. Sin embargo, es una gran potencia agrícola, siendo Irlanda y Gran Bretaña los que poseen más superficie agrícola en términos relativos, aunque una gran parte de ella es prado y se dedica a aprovechamiento ganadero. En el otro extremo estaría Portugal, donde solo el 44% de la superficie se dedica a actividades agropecuarias.
Como todo plan —ya sea regional, estatal, forestal, etc.—, la PAC cuenta con unos principios, motivaciones y directricesSe esgrimieron razones estratégicas o políticas para impulsar la PAC, como superar la situación de contrastes en cuanto a población rural/urbana (éxodo rural), apoyo a la agricultura familiar, etc., junto con unas grandes ventajas económicas, como el aumento de la oferta, incremento de la competencia y la especialización…
Hay que recordar igualmente que, en términos de competitividad, la agricultura europea estaba en condiciones muy deficientes frente al gran competidor americano por la necesidad de ajuste estructural y por costes como el combustible.
La ambición de los objetivos queda expresada ya en el mismo Tratado de Roma en 1957 y la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euroatom) en el telón de fondo de la Europa de la posguerra, pues solo en esa situación se pueden entender los objetivos y, sobre todo, el esfuerzo realizado por Europa en tan ambiciosa tarea.
Si bien las directrices e incluso las motivaciones podrían modificarse y reorientarse, los principios son la base ética de un buen programa. La política de la Europa verde se fundamenta en tres principios: unidad de mercado, reconociendo un mercado interior único con eliminación de aduanas, precios y normas comunes y aplicando los instrumentos en todo el territorio, con cesión de políticas nacionales; preferencia comunitaria, con aislamiento de las fluctuaciones internacionales, y solidaridad financiera (Fondo Europeo de Orientación y Garantía Agrícola), para lo cual los países hacen una balanza y prestan ayudas y servicios a aquel país que más lo necesite en el momento. No es extraño ver que los principios se contemplan desde diferentes puntos de vista según la política que gobierne y los intereses de esta, dando prioridad a intereses geopolíticos y no tanto a una sostenibilidad comunitaria.
Pero la PAC, como es de esperar, ha traído también efectos indeseados por sus a veces nefastas políticas o la mala aplicación de las mismas. Uno de ellos son los grandes costes, la venta de producto en el exterior mediante subvenciones. Además, vender era más fácil cuando a comienzos de los 80 cayeron los mercados. Hay también una imposibilidad de llevarlo a una Europa “ampliada”, y en esta crisis de demanda de productos agrarios incide la crisis económica mundial, el problema de la deuda externa de los países pobres y el autoabastecimiento de algunos compradores. También se incrementa la presión internacional contra el proteccionismo europeo, acusándolo de hundir los precios al vender por debajo de sus costes de producción. Y, claro está, hay un precio medioambiental, pues la producción se intensifica con métodos agresivos para la naturaleza, opuestos al desarrollo sostenible.
De acuerdo con estas consideraciones, circula un juicio de la PAC muy negativo: es costosa, conflictiva y perniciosa. Esta asignación de recursos tan controvertida se ve socavada por no cumplir fielmente este mismo objetivo: no se ha logrado el objetivo de la paridad y no existe una misma opinión sobre la agricultura familiar; no son piezas tan bien definidas como años atrás, pues su carácter se ha diluido en tres situaciones diferentes: grandes explotaciones capitalistas empresariales, explotación en régimen de pluriactividad y explotaciones sin futuro al borde de la marginalidad.
En respuesta, la PAC abre una fase de revisión y propuestas de reformas, centrándose en el gran problema que son los excedentes y entrando en un proceso de reforma permanente desde 1977. A fin de cuentas, los pequeños agricultores y las comunidades rurales en los países en desarrollo se han beneficiado poco de las oportunidades que puede ofrecer el comercio agrícola. Una apertura prematura de los mercados agrícolas a la competencia internacional puede debilitar —y ha debilitado— aún más el sector agrícola de los países en desarrollo, causando más pobreza, hambre y daños medioambientales a largo plazo.
Por otro lado, el éxodo rural y el abandono de tierras y de la práctica agrícola sigue siendo un problema creciente que no cesa, debilitando este sector —pues no hay gente que luche por él— y dejando margen a la industria y la especulación para aprovecharse del agricultor local, que es en última instancia la base de la agricultura.

El eterno debate: los alimentos transgénicos

Los organismos genéticamente modificados (OGM) o alimentos transgénicos deben entenderse en el contexto de la Revolución Verde (1960), que fue el papel sobre el que posteriormente se basaría la biotecnología para los OGM. Este fue el desencadenante: que los procesos técnicos de las agriculturas americana y europea hacían imprescindible impulsar una revolución agraria en los países del tercer mundo para incrementar las producciones de sus productos básicos. El objetivo: resolver el problema del hambre en estos lugares.
La característica de esta revolución fue la semilla obtenida por hibridación, semillas que no están adaptadas a las condiciones de cada región del planeta y que exigen unas condiciones de cultivo similares a las de los campos de ensayo para los que fueron diseñadas y la necesidad específica de abonado, agua, herbicidas, insecticidas y plaguicidas.
Esta revolución verde se sustenta en la hibridación de tres cereales básicos: trigo, arroz y maíz. En Atizapán, México, la revolución del trigo llegó con un programa de investigación de variedades de trigo de alto rendimiento capaces de resistir al hongo de la roya de los tallos. Los resultados: se acorta a la mitad el tiempo de producción y se obtienen variedades aptas para distintos climas y suelos, algunas muy productivas.
En Manila, Filipinas, se da la revolución del arroz en el centro de investigación IRRI, con resultados de variedades de ciclo corto —se pueden obtener dos cosechas al año—, una floración independiente al número de horas de insolación, resistencia a enfermedades y buenas cualidades culinarias.
La revolución del maíz se aplicó en el llamado Plan Puebla (1967) en las zonas latinoamericanas con dedicación fundamental a este cultivo, con predominio de los pequeños agricultores, pero los resultados fueron que las variedades híbridas no funcionaron adecuadamente, además de un aumento de la productividad con plantaciones más densas.
Geográficamente, no se extiende por todos los países del tercer mundo, pero sí en zonas como Asia e Iberoamérica durante los años 60 y 70 (México, India, Pakistán y zonas de Oriente Próximo) y en los años 80 continuaría su expansión por los países desarrollados.
Así pues, el uso de algunas biotecnologías convencionales está muy aceptado, como la fermentación para la producción de pan o alcohol o el cruce de plantas o animales para conseguir variedades con mejores características o un mayor rendimiento. Pero otras aplicaciones siguen siendo polémicas, como el uso de cultivos genéticamente modificados (OGM), que se obtienen mediante la introducción de genes de otros organismos. Algunos cultivos genéticamente modificados pueden aumentar el rendimiento en ciertos lugares, pero disminuirlo en otros. Debido a la rapidez con la que se desarrollan las nuevas tecnologías, las evaluaciones a largo plazo de los riesgos y los beneficios medioambientales y sanitarios suelen ir detrás de los descubrimientos, lo que aumenta la especulación y la incertidumbre.
A mediados de 2016, 110 premios Nobel de Medicina, Física y Química se postularon a favor de los transgénicos. Concretamente, lo ejemplificaron con el arroz dorado y arremetieron contra la ONG ecologista Greenpeace y contra los gobiernos que apoyan la prohibición de los transgénicos. Cabe destacar que esta ONG no se opone a la biotecnología, pero sí a la liberación de transgénicos al medio ambiente, ya que son organismos vivos que pueden reproducirse, cruzarse y provocar daños irreversibles en la biodiversidad de los ecosistemas.
Los premios Nobel utilizaron como principal arma el hambre en el mundo, proponiendo que el arroz dorado transgénico resolvería parte del problema (desde el punto de vista de crear un precedente a continuar). Por su parte, Greenpeace se defendió argumentando que no es la solución, pues el 30% de la producción de alimentos diarios acaba en la basura. Y aquí está el debate que cada día toma más fuerza en la actualidad: ¿transgénicos como la solución al hambre del mundo? Según muchos, podría ser. Sin embargo, si el 30% de los alimentos actuales diarios acaba en la basura, ¿es sensato dejar que esto siga pasando, cerrar los ojos y volcarnos hacia la producción artificial? Y, por lógica, de esa producción de arroz dorado, ¿cuánto acabaría en la basura tras la especulación de las grandes superficies? Una cosa sí es segura: el patentar estos alimentos transgénicos sin estudiar profundamente sus consecuencias tiene un precio que paga, como siempre, el tercer mundo, aumentando su dependencia de países desarrollados, además de estar abocado hacia una agricultura de mercado y una mayor dependencia de plaguicidas, abonado intensivo —que deteriora el suelo—, recursos hídricos y condiciones meteorológicas.
Otras de las consecuencias que no se puede pasar por alto son los graves problemas medioambientales y sociales; la competencia por el suelo para flores, madera, fertilizantes, pieles, cuero, productos químicos, fibras, combustible, productos farmacéuticos y drogas OGM; la contaminación por nitrógeno, fósforo, magnesio y pesticidas de suelos, acuíferos y aire; la salinización en zonas secas; el agotamiento de minerales del suelo y la erosión del mismo, y desequilibrios que causan una drástica reducción de la biodiversidad.
Frente a esta maraña de cuestiones que plantean los OGM hay una respuesta que no está del todo extendida: la agricultura ecológica u orgánica, que nace en respuesta a las reformas agrarias que se produjeron en Alemania a finales del siglo XIX y, además, por efecto de la llamada revolución industrial en el sector agropecuario, aunque tiene su auge en el siglo XX debido a los efectos de la biotecnología.
La agricultura sostenible es aquella que mantiene la productividad al tiempo que protege la base de recursos naturales. Ciertas posibles acciones son desarrollar prácticas de bajo impacto, como la agricultura orgánica, y proporcionar incentivos por la gestión sostenible del agua, el ganado, los bosques, y la pesca (más información aquí).

Un tiempo con nuevos retos

Como vemos, históricamente el desarrollo agrícola se ha orientado hacia el aumento de la productividad y la explotación de los recursos naturales, ignorando las complejas interacciones entre las actividades agrícolas, los ecosistemas locales y la sociedad. Estas relaciones deben tenerse en cuenta para permitir un uso sostenible de recursos como el agua, el suelo, la biodiversidad y los combustibles fósiles. Gran parte del conocimiento, la ciencia y la tecnología agrícolas necesarios para afrontar los desafíos de hoy están disponibles, pero para llevarlos a la práctica se requiere un esfuerzo creativo por parte de todos los interesados.

La ciencia y la tecnología agrícolas existentes pueden hacer frente a algunas de las causas subyacentes de la disminución de la productividad. Sin embargo, es necesario seguir avanzando basándose en un enfoque multidisciplinar, comenzando por un mayor control de la forma en que se utilizan los recursos naturales.
Aunque la producción alimentaria ha aumentado en las últimas décadas, la desnutrición afecta aún a muchas personas, siendo la causa del 15% de las enfermedades a nivel mundial. Muchos grupos de población continúan padeciendo carencias de proteínas, micronutrientes y vitaminas. Al mismo tiempo, la obesidad y las enfermedades crónicas están aumentando en muchas partes del mundo. La investigación y las políticas agrícolas deberían encaminarse a aumentar la variedad en la alimentación, mejorar la calidad de los alimentos y promover un mejor procesamiento, conservación y distribución de los alimentos.
on ciertas reformas comerciales, si hay voluntad, pueden conseguirse relaciones más equitativas. Los países en desarrollo se beneficiarían de cambios claves como eliminar las barreras arancelarias para los productos sobre los que tienen una ventaja competitiva y para las importaciones de productos elaborados y mejorar su acceso a los mercados de exportación.
Existe una necesidad de reforzar la capacidad de los países en desarrollo para analizar y negociar acuerdos comerciales, de manera que las decisiones relativas al sector agrícola sean mejores y más transparentes. ¿Seremos capaces los humanos de erradicar algo tan fundamental como el hambre respetando a la vez el medio ambiente y sus ecosistemas y sin faltar a la ética?
Para ver el artículo en la web El Orden Mundial en el Siglo XXI pinchar aquí


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